Fotografía: Casares, año 1967 (Archivo Pando, IPCE)
1960
Era otoño en el Casares de los años sesenta, un tiempo de recuerdos en blanco y negro.
Muchas familias cerraban sus casas y fincas e iniciaban una diáspora a varias localidades de la Costa del Sol, a núcleos industriales de Madrid, Cataluña o País Vasco, o a diferentes lugares de Europa.
La agricultura y la ganadería no podían soportar la competencia del turismo, porque se habían convertido en un modo de supervivencia que requería gran esfuerzo y daba poca rentabilidad.
Recuerdo cómo llegué al cargo de oficial de monaguillos con el cura del pueblo, don Diego Ortega Barea. Entre las misiones que tenía, constaba el reparto a varias familias del pueblo de ejemplares de “El Buen Amigo”, un periódico eclesiástico para la enseñanza de niños y adultos.
Recuerdo una tarde lluviosa en un Casares vestido de otoño triste. Bajaba yo por la empinada calle de Juan Cerón para hacer la entrega del periódico a Mariquita Infante, en casa Benilda. Era un sobreestímulo: además del precio del ejemplar, siempre venía acompañado de algo más para el repartidor.
En una de las casas de la acera de enfrente a la pensión, había una puerta entornada sostenida por una mujer mayor de aspecto desaliñado e inquietante. Vestía de negro usado y viejo, descolorido por los años, de largo, con zapatos gastados y reventados. Tenía las manos blancas y descarnadas, con un señalado riego venoso en sus dedos algo deformados por la artrosis y uñas negras de suciedad. Su rostro estaba parcialmente oculto por pelos enmarañados y canosos. Durante un breve momento, nuestras miradas se cruzaron y ese fue el único encuentro físico con la protagonista absoluta de esta historia.
En Casares le llamaban Menenciana. Era una mujer solitaria y abandonada, desvalida, que tuvo una vida miserable durante un periodo importante de su triste existencia.
Según me contó aquella noche mi madre, soportaba en vida en el más absoluto de los abandonos, la carga de un amor imposible, trágico y de un final desolador.
Su nombre completo era Emerenciana Floria García. Era hija de José y María. Nació en la casa familiar en la calle Juan Cerón, número 9. Corría el mes de diciembre del 1883.
Su nombre seguía la tradición casareña de poner al recién nacido el nombre correspondiente al santoral del día de su nacimiento; casi todos de origen latino o griego. Para ella fue toda una premonición: santa Emerenciana fue una mártir romana; su nombre significa merecer o ganar.
Fotografía: Adarve casareño, año 1967 (Archivo Pando, IPCE. Retocada)
1970
Aquel verano de principios de los años setenta, en plena canícula a la hora de la siesta, cuando el sol produce postillas en la cabeza de los niños, bajé por el callejón de Luteria, junto al cine, saliendo al Chorrete: este itinerario me abría cada día un mundo de aventuras de exploración.
Junto a la finca del cine Albarrán, ese día por la mañana habían tirado enseres viejos del desahucio de una casa. Todo estaba muy deteriorado y sucio: una cama con somier y flejes metálicos, un jergón de borra muy manchado y maloliente, viejas sillas de aneas, una mesa con el tablero partido y otros objetos domésticos, destacando entre ellos una escupidera blanca metálica con muchos bollos que habría tenido un centenario uso, a juzgar por su aspecto.
En posición más baja y alejada del mobiliario quedó un saco de yute con grandes letras impresas: Café de Costa Rica. Estaba semiabierto y en él sobresalían un maremágnum de papeles, cartas, fotos, recibos antiguos y hojas sueltas de viejos calendarios, con días marcados de recuerdos ya olvidados.
Siempre fui de una inmensa curiosidad. Yo, que había perfeccionado mi inicio en la lectura en el tablón de anuncios del viejo Ayuntamiento, era un ávido lector de bandos, subastas, sanciones, decisiones de Plenos, compra-ventas y todo tipo de documentos que tuviesen que pasar por exposición pública.
Me atrajo la visión del saco. Su contenido era la información y recuerdos de toda una vida, la de Emerenciana.
Sentado a la sombra de una higuera bravía me atreví a desgranar y conocer una parte importante de la vida de esta mujer. Pude recabar tanta información que llegó a saturar mi mente infantil. Era tan pura la realidad de lo allí contado que superaba con creces cualquier ficción.
Fotografía: Casares, año 1967 (Archivo Pando. IPCE)
Emerenciana
Emerenciana era de clase humilde y trabajadora. A ella y a su hermana nunca les faltó qué comer, a pesar de las hambrunas que padeció Casares tanto a finales del siglo XIX, como a comienzos del XX tras la Crisis Finisecular.
Su padre era carnicero. Los principales animales que servían de abastecimiento de carnes para las clases populares en Casares eran la cabra y oveja, además del despiece menos noble del cerdo y sus grasas.
El Condado de Casares había desaparecido a principios del siglo XIX. Una élite de nueva burguesía consolidó el dominio de la propiedad agraria, siendo los cortijos la representación más ansiada como posesión. Apellidos que han quedado en el imaginario colectivo como los Pérez de Vargas, Salas, Gil, Romero, Molina o Infante supieron mantener una estrategia consorte para consolidar la propiedad: una ley social no escrita obligaba a los jóvenes descendientes a casarse con señoritas de su clase para agrandar la propiedad, y abordar una formación de élite para sus hijos como abogados, militares, médicos o farmacéuticos.
La infancia de Emerenciana fue feliz. Transcurrió entre juegos y pasatiempos, con la sabiduría y la picaresca de estar criada en la plaza del pueblo, donde todo lo noticiable pasaba de boca en boca, porque siempre había un trajín de gente en todas las direcciones del intrincado callejero de Casares.
Fotografía: Casares, año 1934 (Archivo Temboury)
Aprendió a leer y escribir, algo inalcanzable para la mayoría de las niñas de su clase y de su tiempo. Aquella niña de ojos vivarachos acumuló los secretos de su tiempo, en un Casares opaco.
En su primera juventud asistió al fallecimiento de su madre. Esta orfandad la compartió con su hermana, la cual pronto se casó con un carabinero destinado en el cuartel de Casares.
Su transformación en mujer no pasó desapercibida para el vecindario. Aquella belleza emergente, fulgurante, descomunal, creaba unos máximos estéticos en un pueblo que se prestaba a dar mujeres bonitas.
Era una auténtica madonna: piel blanca, mejillas sonrosadas, larga cabellera de pelo castaño oscuro, un poco ensortijado, ojos grandes, almendrados, labios marcados en sonrisa profunda, voz dulce y ceceante. Tenía un cuerpo majestuoso y elegante en sus formas, con manos de dedos finos y uñas cuidadas. Su carácter era alegre y afable, inteligente, lo que se dice una mujer completa de cuerpo y alma.
Era una mujer avanzada para el Casares de ese tiempo a caballo entre dos siglos, de caciques y jornaleros, de siembras y siegas, de iglesia y beaterio impío. Por esa senda, el más ilustre de todos nosotros comenzaba su vida laboral en el juzgado de la calle Carrera: Blasito, Blas Infante.
De aquel saco seguí extrayendo su vida, sus circunstancias, las peripecias y el devenir de Emerenciana y su mundo.
Como una gran novela con los capítulos desorganizados, fui pasando una de las tardes más intensas de mi vida. Escuché a lo lejos la llamada de mi madre para le merienda: preferí perder un cabero de pan con hoyo de aceite y azúcar, para ganar el conocimiento de una vida.
Supe cómo el gran amor de su vida había pasado por todas las etapas naturales de la evolución que dista entre el amor platónico, juvenil, al adulto, maduro y carnal, hasta ser la amante de un riquito del pueblo.
Pedro José
Aquel Casares ácido y trasnochado, criticón y malintencionado, charlatán y desvergonzado, inculto y decimonónico, donde el rico y el pobre se bañaban en el mismo lodazal de la crítica putrefacta y con halitosis, no logró ni pudo destruir el amor infinito entre un hombre y una mujer, sin barreras de clases, ni credos.
Leí ensimismado las cartas. Eran notas de citas en la intimidad, con claves no verbales de toda una vida amorosa solo descifrable por ellos dos.
Pero ¿quién era aquel hombre que comenzaba estas cartas con un lacónico “Mi querida Menen”? Se llamaba Pedro José Romero García y como ella, era casareño. Nació en junio de 1884, en la calla Plaza, número 4. Era hijo de don Justo Romero Gil, médico cirujano con plaza profesional en Casares, natural de Genalguacil. Su madre era doña María García Infante, de Casares, propietaria de tierras.
Pedro José era un joven apuesto y elegante, bien vestido y hablado, alegre y jovial, un caballero en toda su extensión, formal y de palabra.
Pedro José y Emerenciana se conocían de toda la vida, pues habían crecido en la misma zona del centro del pueblo. En su infancia pudieron compartir juegos y juntos descubrieron el amor y la vida en todos sus trances.
Por aquellas cartas descubrí y aprendí la evolución desde el amor platónico y adolescente de los quince años, al amor formal de los veinte, y a toda una vida posterior como amantes en secreto, aunque conocida por todo el pueblo.
Fandango casareño
Casares era un pueblo de tradición agraria con predominio de un gran latifundio, por lo que estaba abocado a un intenso conflicto económico, social y político, y a una fuerte polarización entre la clase jornalera y los grandes propietarios caciquiles.
Secularmente aislado, el pueblo solo podía ser transitado a través de caminos de herradura, por cañadas y caminos reales, o por cordeles de ganado y veredas, lo que propiciaba que fuese punto de encuentro de arrieros, contrabandistas, recoveros, quincalleros, chamarileros, buhoneros y personal en tránsito. Casares no comenzó a ver su comunicación por carretera y el tránsito rodado hasta la construcción de la misma entre los años 1932 y 1934.
Este peculiar aislamiento influía sobremanera en todos los órdenes en Casares, tanto a nivel individual como colectivo, dotando al paisano de un individualismo profundo aunque con una solidaridad infinita. Otorgándole una apariencia y humor irónicos. Haciéndole reservado en lo que piensa e impulsándole en la participación en lo colectivo para abordar con derroche todas las celebraciones festivas y comunitarias del pueblo, como la romería, las ferias y otras.
Con este carácter, el punto de encuentro de la juventud tenía su epicentro en los bailes de fandango casareño, en el que se fundían las clases sociales y donde la mujer tenía un altísimo protagonismo, tanto al baile como al toque.
Fotografía: Escena de fandango casareño (Franchesca Ledesma Lazo)
Las letras del fandango casi siempre se situaban entre el amor y el desamor, todo bien condimentado y aliñado con los cortados y las palomitas de aguardiente. De esto solo podía salir lo mejor de cada hombre y cada mujer: el amor, aunque como en toda buena historia, pudo terminar en el paseo de la Carrera, en el paseo de los sueños rotos.
Emerenciana bailaba el fandango con movimientos rápidos y flexibles, con lánguidos pasos, con sensuales movimientos de brazos, engalanada con sus pendientes casareños. Era la máxima expresión de la condición de mujer.
Casares nunca ha sido un pueblo agradecido con sus hijos, sometiéndolos al más absoluto olvido en la mayoría de los casos.
Carlos Vargas fue un guitarrista de este tiempo admirado por su generación, que profesó el toque de los diferentes palos del flamenco, en especial, el fandango de Casares.
El fandango casareño, antiguo baile de candil, pasó a la luz eléctrica a partir de 1920 con la sempiterna Sevillana, lo que supuso su celebración tanto en lugares públicos como en casas privadas.
Si había un elemento femenino que definía a la mujer de Casares eran sus pendientes casareños. Eran tradición exclusiva de este pueblo, con oro de catorce quilates, realizados por Bartolomé Ahumada, otro personaje que ha contribuido desde el olvido a darle composición etnográfica y antropológica a la mujer de esta tierra.
Soy de Casares Señores
Y lo llevo muy a gala
Y en “toitas” las reuniones mi fandango es el que gana.
Esta época vino a significar para Emerenciana un deseo de libertad, la expresión de los sentimientos, la rebeldía frente al corsé de las normas al uso, y la fuerza de la pasión de un amor desenfrenado.
En estos encuentros festivos propiciados por el fandango, Emerenciana y Pedro José entrelazaron un enamoramiento y un amor que duró hasta el final de sus días.
Miradas perdidas, bailes en exclusividad para él, hasta cumplirse el ritual del amor carnal, con citas secretas telegrafiadas a través de un simple abanico.
Este amor ensimismado tenía a toda la sociedad casareña soliviantada, en alerta para el cotilleo. Los comentarios y las críticas estaban al orden del día. Las familias de bien, terratenientes y labradores, “por lo que eran”; las familias humildes, “por lo que no podía ser.”
Nunca se entendió que estos jóvenes pudieran vivir su historia de amor imposible. No podía ser que la hija de un carnicero fuese la mujer de un hijo del médico, pues “ella era una muerta de hambre”.
El cura proclamaba a los cuatro vientos: “Las mujeres son el principio del mal, la génesis del pecado.”
Emerenciana y Pedro José se vieron inmersos en los consejos paternos y de las amistades, que produjeron vicisitudes y desencuentros en la pareja de enamorados, toda la presión y la fuerza en un amor a todas luces inviable. Aquello tenía que ser una nube de verano, pero aquella nube se había asentado en el castañar y no se esfumaba, permaneció durante muchos años.
Pedro José aliviaba aquellas tensiones con cartas pasionales y tiernas, recordando los últimos besos y las lágrimas de desconsuelo de Emerenciana.
Fotografía: familia andaluza emigrada a Argentina (principios del siglo XX)
Las Américas
En tiempos de miserias y hambrunas en Casares, familias enteras del pueblo iniciaron un intenso flujo migratorio para hacer “las Américas”, partiendo desde los puertos de Gibraltar y Málaga con destino a Brasil, Uruguay y, principalmente, Argentina.
La familia de Emerenciana emigró a Argentina. Con el esfuerzo de los que están acostumbrados a trabajar, pronto adquirieron un nivel de vida y bienestar que en Casares resultaba impensable e imposible.
En todas las cartas le proponían a ella que también se fuese, que tendría el respaldo de su familia, que no estaría sola y que ellos correrían con los gastos del viaje, pero razones sentimentales le impidieron abandonar su tierra, su pueblo y al ser que más amaba.
De todo aquel impacto de juventud que me provocó esta historia, solo guardé una fotografía y una carta intensa y amorosa de Pedro José.
Aquella foto tuvo un gran éxito y supuso una sorpresa para todo aquel que la contemplaba. En el reverso se leía: “Para mi prima con cariño del primo Manolo”. En el anverso se veía un joven bien trajeado, dentón, de sonrisa equina, con gafas redondas de época; era la copia de un actor de ese tiempo, Harold Lloyd. Tanto llegó a llamar la atención la fotografía que durante un largo tiempo estuvo puesta en el marco de un cuadro en la cocina de mi casa.
Otra vida
La viabilidad de la relación se estancó alrededor de los años veinte: todo era pura imposibilidad y todo un mundo de problemas insolventables.
Por prescripción paterna se concertó la boda de Pedro José con una joven de Genalguacil, Ana Ruiz Romero, de la familia paterna de don Justo Romero.
Instaló Pedro José la casa familiar en la calle Villa, número 2. Tomó fuerza su actividad laboral, gracias a la explotación de sus propiedades agrícolas. Sus fincas más señeras fueron el Cortijo de los Molinos, de secano y cereal, el Molino de Gorrino, y Cortesín, con una buena extensión de viñas y huertas.
Durante la Dictadura de Primo de Rivera fue alcalde de Casares por designación del partido político Unión Patriótica, grupo reaccionario y ultraconservador que representaba a los terratenientes locales. “Hombres de buena voluntad para sustituir a los partidos clásicos, que eran todos corrientes”, decía el discurso de los prohombres del partido. Se abría así paso, un mundo mesiánico de salvadores de la patria que solo tenía sentido en la eliminación del adversario político, económico o social.
De un amor platónico, juvenil y no autorizado en una primera fase, finalizó en esta época siendo un amor fuera del matrimonio, en el que las intensas pasiones fueron recogidas en las cartas que leí aquel lejano verano. Fue un amor pasional y carnal imposible entre personas de diferentes clases sociales, en un Casares oscuro y aletargado.
Bien entrada la noche, se veía a Pedro José abandonar el hogar familiar en calle Villa, cruzar sigilosamente la plaza y, como alma en pena, enfilar la calle Juan Cerón. Dos toques suaves en la puerta de ella y allí se fundían el amor y las pasiones.
La crítica a este amor irrefrenable e irrespetuoso para su época era demoledora. De boca en boca, de corrillo en corrillo, sin importar la clase social, sin ningún atisbo de compresión, la caridad, palabra tan socorrida en la época, nunca hizo su acto de presencia.
Esta sociedad clasista quiso poner barreras a los sentimientos, pero no pudo. No se podía esperar que conociesen la obra de Calisto y Melibea (otro Romeo y Julieta), pero su espíritu estuvo encriptado en la oscuridad que da la falta de conocimiento y razón, en un pueblo de resabios que vivía en penumbra.
Fotografía: Adarve casareño. Año 1967 (Archivo Pando, IPCE)
El destino
Durante la Segunda República en Casares, Pedro José militó en el Partido Radical Republicano, comandado por Emilio Gil, que ostentaba el poder económico en el pueblo y creía tener un mandamiento cuasidivino para controlar todos los aspectos de la vida de Casares y su gente. Se decía en Casares que se acostaron monárquicos y se levantaron republicanos, acomodándose a los nuevos tiempos que se avecinaban.
El sensación de libertad motivado por la Segunda República produjo el afloramiento de tensiones sociales en el pueblo y una profunda bipolarización entre su gente.
Pedro José, por todo su posicionamiento y herencia, era un hombre profundamente de derechas. Tras el golpe de estado militar del 18 de Julio del 1936, fue detenido por el Comité de Defensa en su casa de calle Villa y encarcelado en la iglesia de San Sebastián, bajo la sospecha de que podía estar a favor de colaborar con el golpe de estado.
Ante la proximidad de los Nacionales en el Frente del Guadiaro, los días de agosto de ese año treinta y seis se hicieron eternos y larguísimos en Casares, quedando toda su población en una situación de terror ante el conocimiento que se tenía de las tropelías que llevaban a cabo las tropas moras.
El día uno de septiembre se presentó en Casares una partida de milicianos de la FAI de Málaga, con dos camiones alquilados en Estepona. Traían una orden del Gobernador Civil para llevar a los detenidos a la cárcel de Málaga.
Aquella partida, incumpliendo órdenes, sedienta de sangre, fusiló a Pedro José junto con diecisiete hombres más en el lugar denominado El Castor, en término municipal de Estepona.
Allí quedó enterrado el amor pasional entre Pedro José y Emerenciana, y empezarían para ella tiempos de amarguras, nostalgias, lágrimas, y un nuevo mundo fabulado e irreal. Nunca quedó en el olvido para Emerenciana su hombre. Ya no habría más visitas nocturnas que no fuesen en las ensoñaciones y se repetiría mil veces una pesadilla en el silencio de la noche ¡Pedro!, ¡Pedro!
Otra tragedia se cernía sobre Casares. Solo un baño de sangre de los padres, hijos, hermanos, novios o madres de aquellas gentes humildes que más tarde perderían todo, incluido la vida, podía ser moneda de cambio ante aquel atropello, aquella orgía de la sinrazón y la venganza. Todo Casares se vistió de luto.
Emerenciana escuchaba cada día el hervidero de noticias y rumores, a cada cual peor, que corría de boca en boca en la plaza.
Unos días después del funesto 2 de septiembre, una vecina muy sulfurada llegó a la casa de Emerenciana para contarle que habían matado entre Estepona y Marbella a todos los que se llevaron. Rápidamente ella preguntó si Pedro José había corrido igual suerte; solo obtuvo por respuesta un movimiento de cabeza afirmativo.
Su derrumbamiento fue total. Le temblaban las piernas y no podía articular palabra. Por momentos perdía la conciencia y la estabilidad.
Fueron días de lágrimas y llantos sin solución en la soledad de su casa, donde solo se escuchaba una voz tenue de llamada ¡Pedro!, ¡Pedro!, que obtenía como respuesta un silencio inquebrantable ante lo irreversible.
Fueron días sin salir de casa, aislada, sin comer nada, bebiendo solo agua. La pérdida fue tan cruel que le marcó el resto de sus días. Quizás la evasión y la locura fueron su única válvula de escape.
Fotografía: Cementerio municipal de Casares. Año 1967 (Archivo Pando, IPCE)
Posguerra
El abandono absoluto, el desaliño, la falta de higiene y el aislamiento social se hicieron una constante en su vida. Emerenciana pasó a ser una persona absolutamente marginal en un Casares de tragedia y muerte.
La enfermedad mental y el delirio le hicieron crear un mundo irreal que tenía como eje central a su amado Pedro.
Casares fue pasando de la crítica demoledora a sentir lástima de aquella pobre desgraciada y desvalida.
Pronto fue una mujer muy deteriorada tanto física como mentalmente, vestida con ropas viejas y deslucidas. Entre el cabello se le veía subir y bajar una abundante piojera.
Tal era el grado de abandono de Emerenciana, que doña Ana Gil Infante, viuda de Francisco Salas Pérez, le enviaba todos los días un cuenco de comida caliente y un cántaro de agua, a través de una niña que ya de mujer lo recordaba y describía la negrura del habitáculo donde vivía, fruto del carbón y las piconadas.
Tenía auténtico horror a las tormentas y a la lluvia torrencial. Había quedado traumatizada con la tormenta de noviembre de 1903. Por esta razón buscaba refugio en las casas de los vecinos, aunque más de una puerta, ante su proximidad, se cerraba de forma brusca y vertiginosa.
Fotografía: Interior de una casa de Casares. Año 1967 (Archivo Pando, IPCE)
Siempre tenía una conversación recurrente con aquellos que tenían la compasión de escucharla: su lealtad inquebrantable a ese amor perdido, un desamor en su tragedia personal.
Llegaron nuevos tiempos y Emerenciana cayó en la más absoluta de las indiferencias. Aquella mujer de bandera se convirtió en un ser siniestro, apartado, solitario, marginal. Solo salía de su casa con las primeras luces del día, simulando buscar algo, removiendo los papeles en días de feria, aunque nunca se supo que buscaba.
El Chorrete
Aquel día de los setenta en el Chorrete, sin quererlo y sin darme cuenta, recibí el encargo y herencia de mantener y transmitir el recuerdo de este amor imposible, de este Tristán e Isolda, tomando como referencia una localización y un tiempo al que no se pueden sumar más adversidades y contrariedades. La lectura de aquellas cartas me impactó de tal forma que me ha acompañado toda la vida.
En mi adolescencia, esta situación se volvió todo un interrogante y sentía impotencia por el amor imposible entre estos dos personajes de mi pueblo, aunque fuesen de un tiempo ya pasado, en el que solo nuestras abuelas recordaban este amor imposible y atado para siempre.
De aquella tarde solo guardé una carta, la que interpreté como más intensa, fechada en 1925, en la que Pedro recordaba los besos apasionados de la última cita, las señales establecidas para el próximo encuentro en el baile fandango, y en el que se usaba el abanico como medio de comunicación. “Tus lágrimas me hacen sufrir”, comenzaba la carta. Y como en todas, con un “Mi Querida Menen”, una despedida de besos y la rúbrica de Pedro Romero.
Guardé en mi casa aquella carta como un tesoro y allí estuvo hasta que desapareció de forma extraña y para siempre. Probablemente era su destino.
En los años ochenta conté esta historia a dos grandes amigos, Prudencio Pineda y Juan Mora, y estos a su vez se lo contaron en una de aquellas fiestas locales de Casares a Justo Romero, el hijo único de Pedro José. Era un hombre ya en edad madura.
Según me contaron, él respondió con la serenidad del que tiene conocimiento previo y les dijo que yo pusiera precio a la carta. Él quería tenerla y conservarla.
Fue imposible llevar a término esta entrega: Justo Romero tuvo un final trágico en aquellos días de verano. Juan Mora, que era el Juez de Paz de Casares, siempre me recordaba los destinos inexpugnables que podía tomar la vida, pues intervino en el levantamiento del cadáver.
Yo estaba convencido de regalarle la carta porque no podía ponerle precio a algo que no era mío. Pero cuando hice su búsqueda en mi casa había desaparecido para siempre, al igual que Justo. No se pudo cerrar el círculo.
Los caminos inéditos de la vida me habían hecho testigo de cargo, para darme un objetivo y misión concretos: que esta historia no desapareciera en la noche de nuestro tiempo.
Fotografía: Casares, año 1967 (Archivo Pando, IPCE)
De 1980 a 2000
Estudiando la carrera en Córdoba tuve la oportunidad de ver la obra de teatro “La vieja señorita del Paraíso”, de Antonio Gala, y tuve la sensación de que esa obra ya la había visto, ya la conocía. En ella, una mujer se pasa toda la vida esperando una cita amorosa que nunca llega. En aquellos días, la historia de Emerenciana me estuvo rondando un largo tiempo, mientras su recuerdo se iba esfumando en Casares con las nuevas generaciones.
Por esas fechas recibía cartas con mucha frecuencia de mi novia. Tan marcado me había dejado la experiencia de Pedro José con su correspondencia que, tras releerlas, las rompía, no dejando ninguna de aquellas cartas para la posteridad.
En los años noventa visité unos amigos en la Rábita, pedanía de Albuñol, en la provincia de Granada. En una de las muchas conversaciones me comentaron que allí vivía una familia procedente de Casares, que regentaban uno de los mejores bares del pueblo.
Al día siguiente, a mediodía, entre raciones de pescado y pulpo me presentaron al propietario del bar, un hombre de mediana edad de conversación agradable y entretenida. Me contó el devenir de su familia por esos años. Y, por increíble que parezca, su narración puso fin a la historia de Emerenciana.
Su abuela era de Casares. Había conocido a un joven carabinero en el pueblo y se había casado con él. Recorrieron varios destinos hasta llegar a la Rábita, destinado ya como Guardia Civil, en los años de la larga posguerra. La abuela había muerto dejando a aquel hombre con unos hijos jóvenes. Era la hermana de Emerenciana. Su padre (uno de los hijos) había montado el bar y él lo había heredado. Sus memorias de Casares eran muy vagas, eran historias familiares mil veces contadas.
En estos recuerdos había un hilo conductor: su tía abuela se llamaba Emerenciana Floria y había vivido en Casares. Casi me atraganto con aquel descubrimiento. Él siguió con el relato.
En su día supieron que su tía vivía en la más profunda miseria y abandono. En los últimos tiempos habían vendido la casa de calle Juan Cerón a la familia Albarrán. Todo estaba agotado. La vida de Emerenciana, rodeada de suciedad y miseria, clamaba al cielo. En un acto de piedad, se habían traído a su tía a Granada a un asilo asistido por monjas de la caridad.
Allí pasó sus últimos días Emerenciana, en un estado de semiinconsciencia con retazos de lucidez. En sus conversaciones inteligibles, solo dos palabras se le podían entender: Pedro y Casares.
Tuvo una muerte dulce y en paz, que acabó con la existencia de una mujer venida al mundo para sufrir.
Sus familiares de La Rabita decidieron enterrar sus restos en el nicho familiar junto a su hermana.
Al día siguiente del encuentro con este señor, bien temprano me encontraba delante de aquella lápida blanca donde figuraba grabado en negro “Emerenciana Floria García”.
Inundado de recuerdos, todo era como las películas de mi infancia en el Cinema Ortiz, y pasaron todas las secuencias de este relato, incluyendo el NODO y sus dos descansos.
Nunca pude olvidarte. Tu vida y tu historia siempre me acompañaron. Tengo la obligación de transmitirla, para que tú puedas seguir viviendo en otras personas que aman a Casares y su gente.
Emerenciana y Pedro José fueron amantes eternos en un Casares que ya no existe, víctimas de haber nacido en una época equivocada.
Como te dije en La Rabita: “Emerenciana, con esto yo también descanso”.
De vuelta Casares sonó en la radio una canción de Maná: El muelle de San Blas.
“Llevaba el mismo vestido
Y por si él volviera, no se fuera a equivocar.
Los cangrejos le mordían
Su ropaje, su tristeza y su ilusión
Sola, sola en el olvido
Sola, sola con su espíritu”
Por todos los amores imposibles, por las vidas truncadas, por todos aquellos que siguen viviendo en nuestras memorias y continúan sus caminos cabalgando en estelas infinitas.
Nota:
Las fotografías de época no corresponden a los personajes aquí descritos.