En el Casares pueblo del pasado siglo fueron muy escasos los gitanos residentes. Hasta donde alcanza mi memoria, en los años sesenta solo hubo dos familias gitanas. Queridas y recordadas, vivían totalmente integradas en un modelo de pueblo que dejó de existir, aunque a título personal siempre hubiera quien pudiese utilizar su raza como arma arrojadiza y despectiva.

Calle Mazmorrila

En la calle Mazmorrilla vivían tres hermanos “de raza calé”: Diego, Francisco y José García Heredia. Diego estaba casado con Leocadia Heredia, con la que tenía cinco hijos; de entre ellos, Lorenzo, uno de los primeros guardias civiles gitanos de los años cincuenta. Francisco era viudo y tenía tres hijos. Los dos hermanos eran fragüeros, trabajando y moldeando el hierro en cualquier pedido de rejas, arados o aperos de labranza. Sobre sus espaldas llevaban la herencia de D. Manuel Agustín Heredia Martínez, quien les dio apellido y profesión, según cuenta la leyenda.

El tercero de los hermanos García Heredia era José “Zarape”, un buscavidas, entre otros menesteres vendiendo todo lo que caía en sus manos o pelando caballos, mulos y burros. José sería el último pelaor de Casares, en unos años en los que la cabaña ganadera aún lo permitía. Siempre terminaba su trabajo dejando su firma particular con el dibujo de un pescado, por depilación a punta de tijera, en el anca del animal.

"Gitano apoyado en su burro". Mariano Fortuny y Marsal, 1872
«Gitano apoyado en su burro». Mariano Fortuny y Marsal, 1872

Calle Camachas

La segunda familia gitana y motivo de este trabajo estaba formada por Cristóbal Santiago Heredia “El Pirri” y su esposa Magdalena Heredia “Malena”. Tenían cuatro hijos: Loli, Antonia, Manuel y Mariano. Vivían en la calle Camachas, en una pequeña casita entre el matadero de Prudencio Pineda y la vivienda de una familia apodada “La Noa”. Era una casa muy pequeña, típica de este pueblo, que se distribuía entre una minúscula entrada, una cocina al fondo con una mesa y dos sillas, una escalera de madera y un dormitorio en la parte superior.

Mal vivían de la venta de telas y retales. Liadas en un hatillo amarrado en una vara para poder colocárselo al hombro, vendían sus artículos recorriendo fincas y cortijadas del campo y las casas en el pueblo.

“El Pirri” y “Malena” eran un matrimonio bien avenido. Vivían a su manera, libres en una tierra donde esa palabra no existía o estaba en el exilio.

Durante años, en Casares fueron sonadas las anécdotas y hazañas de “El Pirri” contadas de boca en boca para el divertimento de los vecinos. Representaban su forma anárquica de vida, con la libertad de hacer lo que le venía en ganas en un tiempo de conductas controladas.

Cristóbal era un hedonista en estado puro. El trabajo no era su principal apego.  El vino le traía por la calle de la amargura. Sentado en la puerta de su casa, bebiendo vino en un jarro de aluminio, susurrando cantiñas y fandangos y, aunque el cante nunca fue su gran don, pues lo hacía de mal a fatal, era una alegría escucharlo desde el fondo de la calle Camachas.

“El Pirri” repartía sus amores en sus efluvios etílicos entre Magdalena “Malena” y sus hijos.

Casares, septiembre de 1967. Autor: Juan Miguel Pando Barrero (Archivo Pando)
Casares, septiembre de 1967. Autor: Juan Miguel Pando Barrero (Archivo Pando)

Magdalena era la parte racional y la inteligencia emocional de la pareja, solucionadora de los entuertos y quebrantos de Cristóbal, resolviendo el día a día de la familia. Padecía de una  dificultad para pronunciar correctamente las palabras, por lo que su particular pronunciación se hizo un hueco en los dichos y las bromas populares.

Hoy escribo sobre nuestros antiguos vecinos calé porque tuve la suerte de conocerlos en mi primera infancia. Mi madre se había criado con los gitanos de la calle Mazmorrilla. Ella los apreciaba, respetaba y le caía en gracia sus cosas y sus dichos.

Magdalena se pasaba de vez en cuando por mi casa y le ofrecía a mi madre cualquier resto de tela: Mira Luteria que restos más preciosos, con esto te puedes hacer una “brusita” (blusita) o un “brambo” (bambo), y además le añadía la lección de corte y confección en el diseño de la futura prenda. Si alguien quería aprender marketing y técnicas de venta, nuestra vecina Magdalena les podía haber dado una rápida y eficaz master class. En Casares amanecía antes el hambre que el día.

Un día, una de sus hijas le dijo: Mamá vamos a lavar la ropa con OMO, detergente en polvo de la época, a lo que ella contesto Qué gromo ni gromo, tú a lavar con el taco de jabón Lagarto.

Cristóbal seguía con sus farras. En una de aquellas borracheras dio con sus huesos en el arresto municipal de Casares. Para ese menester se utilizaba una habitación de la segunda planta del antiguo Ayuntamiento en la calle Fuente, casa consistorial de toda la vida.

El calabozo era una habitación exterior con ventanas sin rejas, que daba a la calle La Fuente. Más que cárcel, realmente era un desván de todo aquello que se hacía viejo, se deterioraba o dejaba de utilizarse: enseres, muebles viejos, sillas rotas, cuadros y papeles.

Desde la casa de mi abuela María Sánchez, con seis o siete años, fui testigo de cargo del más asombroso de los desahucios del Ayuntamiento. Corría el año 1966.

Cristóbal encerrado en el calabozo, como fiera enjaulada, pegó una fuerte patada a la ventana y esta salió volando a la calle Fuente y fue a caer en la misma puerta del antiguo Ayuntamiento. Como una erupción volcánica, empezaron a caer cosas de la ventana. Jamás vi una lluvia de muebles, mesas, sillas y papeles viejos y deteriorados con tanta resolución. También saltaron por los aires dos viejos cuadros de los años cuarenta, uno de Franco y otro de José Antonio, que se hicieron añicos en una justicia poética de vuelo sin motor.

Aquella algarabía en la administración local cortó el tránsito del personal en ese trozo de calle, en aquellos tiempos, muy concurrida al estar en la misma vía el Ayuntamiento, la iglesia, la escuela y el médico.

Calle de la Fuente (Casares)
Casares, calle La Fuente. Autor: Jaime D. Triviño

El espectáculo de rabia de “El Pirri” duró una media hora, pero como todo estreno de un buen espectáculo que se precie, el éxito estaba asegurado. La gente se arremolinaba a ambos lados de la puerta del Ayuntamiento, guardando la prudente distancia de seguridad sin necesidad de fuerzas de orden público ni cinta de delimitación. Día de jolgorio y de escape de la rutina cotidiana.

La esquina de María “La Tiburcia” fue el emplazamiento del encuentro entre el negociador, el sargento de la guardia civil, jefe de puesto, José Gómez Cerdeira, gallego con morriña en el sur del Sur, y mi sufrida Magdalena, actuando de abogada de las causas perdidas de su compañero. Pero no lo ve usted Don José, mi “marío” tiene sentido infantil, tratando de justificar lo que se estaba viviendo. La oratoria de ella era más pedagógica, convincente y comprensible que el mejor tratado de psicología social  ¿Acaso su Cristóbal no podía ser hiperactivo?

El fin de fiesta fue espectacular, grandioso y de unas exclamaciones y comentarios  sorprendentes, donde se mezclaron diferentes sentimientos, la sorpresa y el desconcierto. Cristóbal, tras varios intentos, agarrado a los claves de la luz eléctrica y apoyando los pies en filo que recorre la fachada del edificio, se puso en fuga.

Los vecinos pusieron colchones en el suelo de forma preventiva, pues era muy probable la caída al suelo. Entre exclamaciones y vítores consiguió saltar al tejado de la casa vecina, propiedad de María González. Huyendo por los jardines posteriores y en dirección a la calle Copera puso fin a la mejor película vivida frente al Cine Albarrán.

Después de un día regado con mucho vino tinto, bajaba Cristóbal la calle Camachas muy perjudicado, intentando acelerar, aunque sus habilidosas piernas no le respondían. Como pudo llegó a su casa y al abrir la puerta una inmensas arcadas del fondo de su ser le hicieron arrodillarse, mientras que un inmenso vómito por boca y nariz de un color rojo pálido y de extraordinaria acidez inundaba la entradita de la casa. Solo se escuchó de decir Ay Malena que muero “sangrao”. Puro ingenio en momentos críticos, otra forma de no morir, aunque muy pestilente.

Magdalena sentía como la situación tenía poco arreglo, complicándose en cualquier momento, y por eso se entrevistó con el sargento de la Guardia Civil en el cuartel de calle Villa, queriendo descargar y aligerar culpas del pobre Cristóbal. Ay Don José, los culpables de que mi “mario” este así son Segundrino (Segundino Martínez) y Alambrique (Diego Narváez, “Alambrito”).

En el último tercio de los años sesenta, “El Pirri” y “Malena” cambiaron de residencia y se marcharon a vivir a Las Palmas de Gran Canaria. Algunos paisanos se encontraron con ellos. Los abrazos y afectos todavía resuenan en la lejanía de aquellas tierras.

Francisco Vera Vargas, vestido de militar, paseaba por el centro de Las Palmas cuando escuchó voces insistentemente ¡Paco! ¡Paco! Pensó, A mí no es, yo aquí no conozco a nadie, y de pronto la genialidad, ¡Paco el practicante! ¡Paco el practicante! Miró hacia atrás y allí estaban con los brazos abiertos y lágrimas de alegría aquellos vecinos gitanos de su pueblo: “El Pirri” y “Malena”.